Cuando tenía 21 años estudiaba la licenciatura en la Universidad Iberoamericana campus Santa Fe. Vivía con mi mamá y mis hermanas en San Jerónimo Lídice, en la alcaldía Magdalena Contreras. En ese entonces mi papá vivía en Villa Verdún, en Álvaro Obregón. Desde cualquiera de los dos domicilios mi camino diario hacia la universidad atravesaba por los pueblos de Santa Rosa y San Mateo, “los caminos de arriba”.
Una noche, después de sufrir una jaqueca terrible durante días, mi papá se fue a dormir por el dolor. Al día siguiente no se pudo levantar para ir a trabajar. Era arquitecto. Precisamente esa mañana llamé a su casa para avisar que iría a comer, de esa manera ahorraba tiempo para no bajar hasta casa de mi mamá. Del otro lado del teléfono me dijeron que no reaccionaba, que no lo podían despertar. Entonces tenía un vochito gris. Salí a toda velocidad desde la avenida González Camarena, crucé los pueblos esquivando baches, piedras, topes sin pintar y camiones repartidores estorbando en el único carril. Al llegar a su casa llamé a una ambulancia.
Bajamos a toda prisa por Calzada de las Águilas. En el camino al hospital entró en coma. Ingresó por la sala de emergencias del Ángeles del Pedregal. En menos de dos horas entró a cirugía. El neurólogo comprobó que había sufrido una encefalitis causada por cisticercosis; una infección parasitaria en los tejidos del cerebro derivada de la ingesta de alimentos contaminados con huevos de Taenia solium que se encuentran en las heces, la tierra, el aire contaminado y la carne de cerdo mal cocida. Si hubiéramos llegado 40 minutos después hubiera fallecido. De milagro sobrevivió. Se recuperó y pudo volver a hacer su vida normal, pero una buena parte de su patrimonio se fue en gastos de hospital.
Don Jorge
Desde entonces siempre he tenido temor de comer en los puestos de la calle porque la comida está expuesta a la contaminación del aire, la tierra y… ya saben qué. Además, ya que los changarros no cuentan con drenaje, la gran mayoría de los encargados lava las verduras (cilantro, cebolla, jitomate, chile verde) que le agregan a los taquitos con aguas negras. Ahí están las larvas. Aunque la verdad es que sí alguna vez me atreví a comer otra vez en un carrito (hot dogs, afuera de un antro), me enfermé terriblemente del estómago. Mejor no les cuento los detalles.
En un recorrido por la colonia Jalalpa (Ampliación) estuvimos caminando y hablando con varios vecinos; nos detuvimos en la esquina de Felipe Ángeles a platicar con el señor Jorge, dueño del puesto de chicharrón que se encuentra afuera del mercado. Es el típico puesto callejero con lona rosa, mesita, mantel de plástico y vidrio alrededor. Todos los días abre puntualmente su negocio. Vende a 20 pesos el cuarto. Soy testigo, tiene buena clientela. Le compré medio kilo, la mitad se lo regalamos a las hijas de la señora del puesto de verduras de enfrente. El otro cuarto nos lo comimos entre mis amigos y yo. Con todo y todo estaba buenísimo.
Pero hablando de infecciones, Álvaro Obregón es una de las alcaldías con más contagios de Covid-19 en la CDMX. Él y su esposa estuvieron muy enfermos. Me contó que en las noches se despertaba desesperado porque no podía respirar.
—Sentía que me ahogaba —me dijo.
Fue al doctor, gastó más de 15 mil pesos. De milagro sobrevivió. Se recuperó y pudo volver a hacer su vida normal pero una buena parte de su patrimonio se fue en los costos de las medicinas.
Por cierto, don Jorge tiene un hijo arquitecto. Mi papá también se llamaba Jorge.
Una disculpa, estimado lector: por falta de espacio esta crónica tendrá que continuar la próxima semana.
No le cambie, siga leyendo Vértigo.