Desde el 1 de enero de 1994 algo está muy mal en este país. Frente al levantamiento armado de un grupo decidido a destruir al Estado mexicano, días después del alzamiento, en una reunión del gabinete de seguridad nacional, en presencia del presidente de la República, Manuel Camacho y Jorge Carpizo consiguieron que el curso de los acontecimientos fuera el diálogo y la amnistía. A 19 años, casi 20, de aquellos hechos, siguen ahí, están armados y dizque se autogobiernan ante la tolerancia de la autoridad. Nada se solucionó, pero se privilegió “el diálogo”.
De entonces a la fecha la palabra diálogo tiene un sentido totalmente distinto al que le habría dado Platón cuando en la Grecia clásica el diálogo era acción del hombre libre y búsqueda de la verdad.
En México la palabra diálogo significa parálisis política y evasión de los problemas. Ejemplos sobran. Basta recordar a los macheteros de Atenco, la ocupación durante nueve meses de la UNAM, el plantón de Reforma durante dos meses, el conflicto de la APPO en Oaxaca durante seis meses, el cerco de estos días a los recintos del Congreso de la Unión…
La autoridad responsable de evitar esas disfunciones sociales opta por el diálogo. Es decir, elige no hacer algo. Se impide que uno de los tres Poderes de la Unión funcione conforme lo establece la ley, en lugar, tiempo y forma.
Pero hay que dialogar; o, como diría Jesús Zambrano, presidente del PRD, con su neologismo, hay que distensar el ambiente. Seguramente quiso decir distender, pero vaya uno a saber qué quiere decir un perredista.
Impotencia
Todo el conflicto se detonó porque los maestros de algunos estados se opusieron a la evaluación del servicio profesional docente, evaluación que tenía que ser legislada. Los examinadores se rehúsan a ser examinados y con justa razón, quizá la única que tienen, que es la conciencia de sí mismos de solo tener basura en la cabeza.
No son la mayoría. Ni cerca. Se manejan como luchadores sociales y eso es condición y rasgo suficiente para que el jefe de Gobierno del Distrito Federal y los legisladores perredistas escupan a diestra y siniestra la palabra diálogo.
Son 19 (casi 20) años de una autoridad timorata ante quienes promueven la sublevación y la supremacía de las comunidades, muy en minúscula, por encima del Estado mexicano, en mayúscula.
La inaplazable modernización del país sumido hoy día en la mediocridad y la desesperanza pasa, por fuerza, por la erradicación de hábitos, prácticas y mitos de gobernantes y gobernados sobre los métodos de cómo se gobierna una sociedad. El gobierno mexicano, como cualquier gobierno que se precie de serlo, tiene en su territorio el monopolio de la coacción. Renunciar a su uso o distribuir ese monopolio entre otras partes del todo social es irresponsable y al final suicida.
Inconcebible ver al presidente de una de las cámaras diciendo que como los sitiadores de su recinto estaban posiblemente armados, había que optar por el diálogo, cuando el amenazado por una horda de delincuentes era él, cabeza de uno de los tres Poderes de la Unión, constitutivos del Estado mexicano. Días de vergüenza y de impotencia del Estado mexicano.