Pareciera que no hay aspecto de la vida actual que no se presente como un espectáculo. Vivimos dentro de una gran puesta en escena en la que somos a la vez actores y espectadores, perpetradores y víctimas. Las relaciones familiares y sociales, las diferentes profesiones y negocios, la salud, el deporte y la intimidad, la espiritualidad y el entretenimiento, la política, el activismo y, sin duda, la muerte; todo es susceptible de convertirse en un producto de consumo que se pone a disposición del público a través de las plataformas de comunicación que nunca descansan.
Nos hemos convertido en productores y consumidores insaciables de espectáculo. Tener es más importante que ser, pero aparentar es lo más importante de todo. Vivimos la supremacía de la simulación: filtros faciales, cuerpos de silicona y vidas llamativamente fabricadas y exhibidas. Aparento, luego existo.
El sistema del arte no escapa a este fenómeno y también está supeditado a la hábil representación de un espectáculo. Es la era de las exposiciones de selfies, de las grandes ferias, de los artistas que producen y promocionan su propia imagen, de las experiencias artísticas inmersivas, de sofisticadas piezas interactivas y del uso excesivo de la luz, el color y el sonido. Una pintura, por más extraordinaria que sea, carece de esa espectacularidad fácil e inmediata en su naturaleza objetual, a menos que se registre su proceso y adquiera entonces un carácter performativo.
Grandes artistas del pasado afirmaban que el color es engañoso y que la verdad esencial se encuentra en el dibujo. Sin embargo, desde hace algún tiempo se ha venido comunicando que la destreza manual, la educación artística y el arte matérico son innecesarios y más ahora ante los apabullantes alcances de la Inteligencia Artificial y de la tecnología cuántica y sensorial. Estamos ante la deshumanización y la desmaterialización del arte.
Figurar
El mundo entero está contenido en los dispositivos móviles y en esa virtualidad permanecemos más tiempo que en la vida misma, al grado en casos extremos, de temer o rehuir la interacción con otros seres humanos físicamente. Obras de arte remotas, de otra manera desconocidas, así como museos, exposiciones y artistas del pasado y del presente, se hacen inmediatamente accesibles para cualquiera que tenga conexión a internet. Y tan accesible e inmediato se ha hecho el arte, que se ha confundido con trivial y desechable. Mirar la imagen de una obra, aunque sea por unos breves segundos, genera la ilusión de poseerla, a pesar de que no se haya invertido en ella un mínimo de tiempo, dinero o atención. Esta aparente cercanía ha obligado a los artistas a regalar su trabajo para poder figurar, desincentivando la necesidad de un coleccionismo real. Los criptoartistas buscaron atajar el conflicto del consumo y posesión de las imágenes pero terminaron siendo presas del mismo juego.
Esta combinación de luz, sonido, color, gratuidad e inmediatez resulta hipnótica y adictiva, casi inescapable. Ante tal bullicio cabe reflexionar, ¿dónde quedó el arte? ¿Será que ha sido completamente asfixiado por este vertiginoso espectáculo sistémico? Y aunque eso pudiera asumirse, la realidad es que el arte es independiente de modas e ideologías y trasciende tiempos e individuos, pues es inherente a la vida humana. Su capacidad transformadora y reflexiva parece silenciada ante la distracción irresistible de un espectáculo que es cada vez más ruidoso, vistoso y masivo. Y sin embargo, en un mundo que está inmerso en la simulación, el arte sigue siendo un posible camino hacia la verdad.