Paz y el puñal de obsidiana

Hace poco leí en estas páginas una serie de dicterios contra Octavio Paz, los que me parecieron infundados y cobardes.

José Luis Ontiveros
Columnas
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Paz fue un hombre extraordinario para el bien y para el mal
Foto: Internet

Hace poco leí en estas páginas una serie de dicterios contra Octavio Paz, los que me parecieron infundados y cobardes. Se nota a leguas que esta “nueva” generación iletrada es ignara y profundamente rencorosa, ingrata, y sobre todo de una soberbia estruendosa y pigmea.

Paz, el príncipe, el hombre renacentista, el plagiador sobre La Malinche y el mexicano —“el león se come al cordero”, como le dijo a mi maestro Rubén Salazar Mallén—, el falso combatiente de la criminal República Española, el negador de la institucionalidad diplomática mientras seguía cobrando el sueldo, es en todo mucho más grande que quienes lo intentan denigrar.

Y yo no soy quien haya vivido de sus recomendaciones ni de sus becas, nacionales y extranjeras, ni de nada de Octavio Paz. Sólo aceptó formar parte de mi antología Aproximaciones a Yamato, y ello con reticencias.

Mas ahora que la mesnada de enanos lo ataca con saña o, en el mejor de los casos, le perdona la vida por haber escrito alguno que otro poema, que le recrimina haber sido un lábil súbdito del poder, hay quien debe precisar las cosas.

Paz fue un hombre extraordinario para el bien y para el mal, como señala Nietzsche. Un alto poeta y un gran escritor en prosa. No el ensayista de lo mexicano. Lo fueron, anteriores a él, Samuel Ramos y Rubén Salazar Mallén.

Lo que sí resulta curioso es que muchos de los que han debido todo a Paz ahora lo ignoren; que quienes le deben hasta las revistas en que publican, lo sobajen y “ninguneen”; que nadie diga por el gran Paz esta boca es mía. Quién sabe, será de otros…

Heredad

Su generación ha muerto con él y su heredad, desde Salvador Elizondo —un prosista superior a Paz— hasta Roberto Vallarino, un poeta de aliento. Han muerto con Paz y fueron de los pocos que nada le debieron; y si fue algo, lo fueron su desacuerdo y su sinceridad.

Ahora, como es costumbre del mexicano, a quien Paz estudió en su deficiente y a la vez certero Laberinto de la soledad, hay una soledad de púas, un imaginario incentívoro-cronopial de pequeños granujas y altos malandrines —y eso de “altos” es por lo que cobran en su nombre y lo niegan, en acto simultáneo de gemelos enemigos.

Todo ello marca una señal cainita. Los mexicanos no pueden tolerar la grandeza, provenga de donde provenga. Ernst Jünger afirma: “No hay peor animal que el que olvida su origen”. Mas sí los hay: las hienas y las pirañas. Y no es que olviden: le son obligadas sus crueldades.

Nunca pensé escribir en defensa de Paz. Mi maestro, su adversario, Rubén Salazar Mallén, me confió algún día que era el más inteligente, el más dotado, el mejor de quien en su momento lo negó y que en ello estaba ese misterio de la iniquidad del mexicano: “Todos fuimos devotos de Vasconcelos y nadie supo mantener la fe. Así ha sido la historia de México”.

Esta ha sido la historia de un bastardaje prolongado. Muchos deben a Paz lo que hoy detentan y sus pitanzas, mas nadie hay ya que muerto lo afirme, así como sus grandes méritos. Quizás ese hombre magnífico que fue Octavio Paz en su talento excepcional, en sus odios, en sus pasiones, en su genialidad en el arco y la lira, más allá de la piedra del sol, hoy vería cómo los mexicanos sacrificamos a nuestros mejores hombres. A él se le quemó en acto inquisitorial por su crítica al sandinismo y a los infrarrojos.

La muerte sacrificial de Octavio Paz es la de lo mejor de México. En la historia nacional se asesinó a Agustín de Iturbide, a Maximiliano de Habsburgo —a los dos emperadores—, y así continuará este país cuyas manos están llenas de sangre. Al parecer la antropofagia sigue siendo la dieta preferida de la carta mexica.

Y así Octavio Paz es una víctima más del puñal de obsidiana.