Los historiadores han demostrado, en casos tan fehacientes como la caída del Imperio Romano, que el quiebre de cualquier estructura política y social comienza con la depredación de los valores de las élites: se pueden resistir guerras, hambrunas o cataclismos, pero la pérdida de referentes por parte de la sociedad para poder resolver y atender sus problemas conduce a escenarios de miedo, agitación y violencia.
El caso de las elecciones en Estados Unidos es una muestra de lo peligrosa que es la lucha por el poder sin ningún miramiento respecto de las reglas, careciendo de argumentos que vayan más allá de los intereses que los candidatos representan.
Recuerdo cómo, durante mi formación universitaria, los tratadistas y científicos sociales en general publicaban ingentes estudios y voluminosos textos para demostrar las razones por las que la democracia en Estados Unidos debía ser el referente mundial de la libertad, la igualdad y la justicia. Sin embargo, siempre tropezaban —y lo siguen haciendo— al momento de explicar por qué esa democracia modélica no prevé el voto directo.
En este proceso queda claro que la explicación de origen es el temor a que un candidato logre ganar por encima de los acuerdos copulares, esa válvula de garantía es el Colegio Electoral. Sucedió en las dos elecciones (2000 y 2004) con George W. Bush, quien perdió en el voto abierto pero ganó en los colegios electorales.
El muy grave uso faccioso de las instituciones, como es el caso de la Federal Bureau of Investigation (FBI) por parte de su director, James B. Comey, para afectar la campaña de Hillary Rodham Clinton, o bien la filtración de grabaciones de hace más de diez años donde se exhibe el primitivismo machista de Donald Trump, han dejado en claro que las normas de convivencia posteriores a las elecciones, gane quien gane, serán poco menos que imposibles.
Desgaste
Sin muchas dificultades se puede concluir que nadie va a ganar pese a que haya un triunfador el próximo martes 8 por la noche y sea quien dirija desde la Presidencia: el destino de la primera potencia mundial no contará con la fuerza moral para imponerse.
¿Cómo quedarán la democracia y sus instituciones luego de los comicios? Más aún: ¿cómo quedará y actuará la sociedad estadunidense luego de tan sucias campañas?
Porque, al final, las expresiones de las élites en tanto representantes son la muestra de lo que es, piensa y aspira la propia sociedad. De allí que el problema no sea tener campañas populistas, como muchos se alarman, sino ver que sí hay empatía entre dichos pronunciamientos y el elector: el deterioro del argumento, respecto de la supremacía de la consigna, la imagen y la manipulación, han desnaturalizado la profesión de la política.
Esto debiera llamar la atención en la mayor parte de los países del mundo, incluido México, donde los niveles de satisfacción con la democracia van consistentemente a la baja, como lo demostró el Latinobarómetro 2016.
Si es posible, hagamos un breve repaso del largo, desgastante y polémico proceso electoral y preelectoral de Estados Unidos desde el inicio de las precampañas, las votaciones en las elecciones primarias, las convenciones de cada uno de los dos partidos políticos; luego, la campaña presidencial, los debates, los argumentos y las condiciones en que cada una de esas etapas y eventos se desarrollaron. Veremos que la carga de descalificaciones entre los mismos compañeros de partido, y no se diga entre Clinton y Trump, superaron e incluso anularon la parte central del debate: la viabilidad de las propuestas para ejercer el cargo de presidente de ese país.