Ha habido instituciones musicales en México. Mariano Elízaga (1786-1842) es una de ellas. Aunque se encuentre excluido en la parcela de los músicos marginados de este país, es hombre de revuelo y polémica.
¿Pero no es esta condición la propia de los hombres de genio? Porque quienes están cerca lo envidian y por todos los medios tratan de boicotearlo. Y los que están lejos fingen la total indiferencia. Esto acontece cuando aquel talento de veras puede causar escozor. Entre más se margine a los hombres de genio, mejor. Que al cabo los críticos se lavan las manos. Cualquier artista verdadero ha sentido eso en carne propia. Llámese Schubert o Dostoievski. El apoyo es para los mediocres. O para los inofensivos. Como se quiera.
Para que florezca el jardín de la genialidad habrá de nutrirse desde sus raíces más profundas. Algo que no todo mundo está dispuesto a acometer. En fin. Regresemos con Elízaga.
En las primeras décadas de la vida independiente de México dotó al país de una estructura musical capaz de resistir los embates de un huracán colmado de altibajos políticos.
Músico nacido en Valladolid, hoy Morelia, de un talento excepcional que desde pequeño llamó la atención: “Un niño cuya organización de oído y fantasía para las consonancias y modulaciones musicales puede sin hipérbole llamarse monstruosa”, se decía de él. Apreciación que obligó incluso a que el virrey Revillagigedo lo mandara llamar y le ofreciera estudiar en la Ciudad de México.
Joven virtuoso que se convirtió en una suerte de colegial flotante, puesto que iba de un maestro a otro y de una actividad a otra: de ser organista a pianista, de pianista a maestro, hasta que fue nombrado organista de la catedral de Morelia, lo cual significó un paso definitivo en su carrera musical.
Fundador
Maestro en Morelia de Catalina de Huarte ―futura esposa de Iturbide―, el emperador lo nombró maestro de la Capilla Imperial. Dueño de una inventiva que ahora se extraña entre los músicos mexicanos, Mariano Elízaga vio en el campo ignoto de la música en México la oportunidad de echar a andar la maquinaria del arte del sonido. No solo organizó la primera orquesta sinfónica de México, sino que además escribió el libro pionero de enseñanza musical: Elementos de música.
Fundador del primer conservatorio de música de México, así como de la primera imprenta de música profana de que se tenga conocimiento también en México, Elízaga ―“el ciudadano Elízaga”, como se hacía llamar― era, desde luego, un hombre peculiar. Según crónicas de aquellos años, solía visitar los salones de las familias adineradas y mostrar su enorme talento pianístico ―costumbre muy a la francesa―, circunstancia que devenía en admiración, alumnas, trabajo y música, más música. Infortunadamente, de su producción musical no se conserva casi nada, apenas unas cuantas, contadísimas obras, como sus Últimas variaciones (que recientemente rescató el musicólogo Ricardo Miranda). Pieza muy influida por Haydn, sin embargo posee un encanto sutil y exquisito que hace pensar en un compositor que no solamente dominaba el arte de la invención y la fantasía, sino que sabía de estructuras y matices. Precisamente la versión pianística de Silvia Navarrete constituye un acercamiento a la sensibilidad de Elízaga. Esta eminente mujer posee virtudes notables como pianista, pero creo que una de las más destacadas es que se introduce por completo en el alma del compositor, lo hace suyo. Piensa como él, siente como él. Al punto de que cuando escuchamos estas Últimas variaciones lo que estamos haciendo es imbuirnos del espíritu musical de la época, en primer término, y del sentimiento de un hombre, en segundo. Cosa nada fácil de lograr.