Aquellos evangelistas

Alberto Barranco
Columnas
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Mercado de El Volador
Foto: Internet

Sobrevivientes del Portal de las Flores; el Mercado del Volador; las plumas de ganzo afiladas a cuchilla; las sillas de asientos de tule; la tinta de huisache a granel; el papel de fantasía; los versitos esculpidos con miel; las frases de todas las batallas; los capotes negros; las Olivier, Smith Corona y Remington, y hasta las impresoras portátiles, los escribanos o números del Portal de Santo Domingo se juegan, tres siglos después, su último volado:

—¿Se le fue el novio, güerita?

La historia es tan vieja como el Portal de Mercaderes, al poniente de la Plaza de la Constitución, donde los escribanos públicos instalaban su desvencijado banco de apolillada madera con una tabla que se volvía escritorio apoyada en las rodillas.

De ahí los confesores sin sotana, las secretarias sin secretos, los apóstoles sin indulgencias se fueron al Portal de las Flores, al costado oriente de la Plaza de Armas, entreverándose entre sus puestos de sombreros, sarapes, rebozos… Y flores de papel de rechinantes colores.

Y de ahí al Mercado del Volador —donde hoy está la Suprema Corte de Justicia de la Nación—, cuyo tráfico se realizaba entre lodo, cáscaras, plumas y toda suerte de deshechos.

El peregrinar se detuvo finalmente en el portal de la Plaza de Santo Domingo, donde se les asignó un espacio y un número:

—¿No está el escribiente 12?

“Los evangelistas —decían las crónicas del amanecer del siglo XIX— son sujetos extraños y escuálidos, habitualmente vestidos con pantalones negros y chaquetas del mismo color. Algunas mujeres, sobre todo las domésticas, susurran algo confidencial a uno de ellos (…) Los evangelistas componen cartas de amor en prosa o en verso, felicitaciones de cumpleaños, invitaciones para servir de padrino o cartas de condolencias. Dependiendo del encargo la caligrafía es normal u ornamental, con viñetas al margen que representan palomas rodeadas de follaje, corazones ardientes o traspasados por flechas…”

Progreso

Ahora que todos ellos tenían un machote para cada caso: la erupción de celos; la filípica al hijo descarriado; la confesión de apasionada devoción; el dardo al sentimiento de la ingrata; la epístola a la hija de 15 años…

Y aunque al final se cerraba el perfumado sobre con el clásico: Lo-que-sea-su-voluntad, el gobierno fijó tarifas máximas que oscilaban entre medio, un real y 25 centavos, dependiendo de la intensidad del fuego; de la profundidad de la súplica, o de la miel derramada…

Federico Gamboa, el autor de la novela Santa, intentó plasmar en un cuento el drama de los evangelistas al arribo de la máquina de escribir.

—¡Es el progreso, abuelo, el progreso!

Qué importa si hoy el versito se escribe en computadora: ¿Qué te ha hecho mi corazón/ para que así lo maltrates?/ Si lo has de herir poco a poco,/ mejor será que lo mates.

¡Es el progreso, abuelo, el progreso!