Cuando huele a huevo podrido en las ciénagas del sureste mexicano es que algo va bien. Significa que se ha recuperado el manglar, un hábitat costero clave para mitigar el impacto de los huracanes y que captura y almacena como nada dióxido de carbono, el principal causante del calentamiento global.
Mientras el mundo busca cómo frenar la crisis climática en la conferencia de Naciones Unidas en Escocia, uno de los frentes de batalla para salvar el manglar está a miles de kilómetros de allí, en la península de Yucatán, donde los discursos son sustituidos por horas de trabajo pala en mano, lodo hasta la cintura y un sol abrasador sobre la cabeza.
Hace décadas los manglares perfilaban ampliamente muchas de las costas de México. Ahora sólo quedan estrechas franjas verdes junto al mar que se recortan entre zonas ya muertas de color rojizo por el exceso de sal y otras marrones y anegadas en las que despuntan algunas ramas secas.
Sin embargo, un puñado de mujeres y de pescadores de Yucatán, con el apoyo de académicos y activistas y dinero procedente de donaciones y subvenciones, han hecho del cuidado de los manglares parte de su vida pese a la indiferencia de muchos de sus vecinos, el imparable crecimiento urbanístico y la falta de recursos para la conservación.
Comenzaron hace más de una década de la mano de Jorge Alfredo Herrera, del Centro de Investigación y de Estudios Avanzados del Instituto Politécnico de México en Yucatán, sin apenas saber nada del manglar, salvo que era hogar de ostiones y camarones. Nunca pensaron que se convertirían en expertos.
Herrera les explicó que primero había que cavar canales interconectados para que el agua dulce y la salada volvieran a fluir, pues es la base de la vida de este árbol que durante siglos supo adaptarse a un entorno híbrido entre la tierra y el mar.
El trabajo era duro, mal pagado -cuatro dólares al día- y apenas garantizado para unas cuantas jornadas. Los hombres de Chelem, un pueblo de pescadores de Progreso -en el norte de la península- lo rechazaron. Entonces las mujeres dieron un paso al frente. “Con eso (dinero) nosotras hacíamos maravillas”, bromeó Keila Vázquez.
Este año, después de una intensa temporada de lluvias, el grupo de mujeres que lidera Vázquez se afanaba por acabar con la segunda parte del proceso de restauración de la ciénaga cercana a Progreso: la siembra de mangle. Bajo el sol y entre risas recordaban el día en que se toparon con un cocodrilo y apenas podían correr en medio de esa especie de arena movediza.
En una barca de madera empujada entre varias, llevaban costales que previamente habían llenado de fango y brotes de unos 50 centímetros. Luego los colocaban cuidadosamente en montículos de lodo rodeados de malla para evitar que se desmoronen. Son como islotes de un metro cuadrado cuyo crecimiento vigilan atentamente. Al fondo, descansaban unos flamencos.
“El día más feliz es cuando pegan nuestras plantas”, dijo sonriente Vázquez, de 41 años, orgullosa de poner su granito de arena para el bienestar del planeta. “Son como nuestros hijos”.
AMENAZA GLOBAL
Este esfuerzo de restauración del manglar es similar al que se realiza en otros lugares del mundo como Indonesia, el país que más extensión tiene, o Colombia, y se ha ido afianzando a medida que se hizo evidente la urgente necesidad de proteger estos peculiares bosques que amortiguan huracanes y marejadas, son cortina de protección para muchas especies y, sobre todo, son un impresionante almacén de carbono.
La razón es que la capa de agua en la que crecen bloquea la entrada de oxígeno hacia el subsuelo y el proceso de descomposición de toda la materia orgánica que ahí cae no termina. Por eso el olor a huevo podrido.
El carbono capturado puede quedar atrapado durante décadas o incluso siglos. Pero si un mangle muere, no sólo se pierde el árbol sino que todo el gas contaminante que ha almacenado en su suelo durante años se libera de golpe.
“Los manglares son un ecosistema muy importante para combatir el cambio climático”, explicó Octavio Aburto, biólogo marino de la Institución de Oceanografía Scripps en San Diego, California.
Aunque crecen en menos del 1% de la superficie de la Tierra “son el ecosistema que más carbono secuestran por hectárea, alrededor de cinco veces más que una selva tropical”, según Aburto. Y su estimación es de las conservadoras; otros académicos hablan del doble.
Aún así, están amenazados en todo el planeta.
De 1980 a 2005 se perdieron entre el 20% y el 35% de los bosques de mangle del mundo, según la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO, por sus siglas en inglés).
Entre 2000 y 2016 la tasa de desaparición disminuyó a medida que los gobiernos y los grupos ambientalistas visibilizaron el problema, pero no se detuvo. Aproximadamente el 2% de los manglares que quedaban desaparecieron, según imágenes satelitales de la NASA.
Y en casi todas partes, su mayor depredador ha sido el ser humano.
Carreteras, hoteles y proyectos urbanísticos acabaron con ellos en partes del sureste mexicano. La industria camaronera los destruyó en el Pacífico sur del país y la exploración y extracción de petróleo en aguas poco profundas arrasó con ellos en gran parte del Golfo de México, indicó Aburto.
México empezó a proteger este ecosistema después del desarrollo turístico desmedido de los años 80 del que Cancún es el mejor ejemplo. Y aunque adoptó un programa de acción climática en 1998 y fue el primer país en vías de desarrollo en presentar sus contribuciones voluntarias al Tratado de París, desde 2015 comenzó un retroceso, indicó Julia Carabias, de la Facultad de Ciencias de la Universidad Nacional Autónoma de México.
En estos últimos seis años los recursos destinados al medio ambiente se redujeron un 60%, según la académica.
Eso, unido al creciente apoyo del actual gobierno a las energías fósiles y los grandes proyectos de infraestructura en zonas naturales clave, como el sureste, ha activado todas las alarmas.
Aunque uno de los éxitos ha sido desarrollar un buen sistema de monitoreo, académicos locales, como Herrera, estiman que por cada hectárea recuperada se destruyen o degradan diez.
SALVAR LAS CIÉNAGAS
Las luces y sombras de México y sus manglares se reproducen en otros lugares.
La FAO estimó en 2007 que el 40% de los manglares de Indonesia habían sido talados para proyectos de acuicultura y desarrollo costero en las tres décadas previas.
Sin embargo, en 2020, el gobierno indonesio se puso un objetivo ambicioso: plantar árboles de mangle en 600.000 hectáreas de costa degradada en los siguientes cuatro años. Ministerios clave están involucrados en esfuerzos de restauración que incluyen acciones comunitarias y de educación.
Sin embargo, ha habido contratiempos. Es difícil obtener mapas y datos precisos sobre los manglares, lo que dificulta que las agencias sepan dónde concentrarse. Algunos árboles recién plantados han sido arrastrados al mar por fuertes mareas y las acciones comunitarias y de educación se retrasaron por la pandemia de COVID-19.
En México hay éxitos, aunque lentos.
Manuel González, un pescador de 57 años conocido como “Bechá", mostró con orgullo el manglar recuperado en Dzilam de Bravo, 100 kilómetros al este de Progreso, mientras caminaba entre el barro esquivando ramas entrelazadas y sinuosas raíces.
En 2002 el huracán Isidoro dejó devastada esta zona pero tras una década de trabajo se han logrado restaurar 120 hectáreas de las 450 que se consideran prioritarias. El pescador aseguró que ahora pegan menos los ciclones, las aguas cristalinas volvieron a los cenotes -los ojos de agua de ríos subterráneos- y regresaron los peces, las aves migratorias, los venados, los cocodrilos y hasta los jaguares, aunque reconoció que él todavía no ha visto ninguno.
Algunos árboles tienen 10 metros de altura. Junto a ellos se observan troncos cortados aquí y allá.
“En 10 años tienes un mangle muy bonito para que venga alguien con su motosierra y se lo lleve”, señaló enojado el pescador. “Eso es algo que a mí me duele mucho”.
Cortar mangle es delito en México desde 2005 y algunas denuncias han llegado hasta la Suprema Corte. Pero, según Bechá, las autoridades suelen hacer poco cuando alguien compra un terreno: pueden parar las obras de urbanización un tiempo pero luego permiten que las reinicien tras el pago de una multa.
El gobierno de Yucatán está al tanto del problema. Aún así, reconoce que la tala no deja de aumentar. Falta vigilancia, sensibilización y fondos.
Aunque la mayoría de los programas de conservación se financian a través de donantes nacionales o internacionales y programas de gobierno que son gestionados por universidades y organizaciones no gubernamentales con el apoyo de la comunidad, en algunos pueblos se apuesta por una vía alternativa: que conservar implique ganar dinero.
San Crisanto, una antigua hacienda salinera de 500 habitantes entre Dzilam y Progreso, intentó hacer del manglar parte “del modelo de negocio de la comunidad”, señaló José Inés Loría, encargado de las operaciones del ejido.
Primero se abrió al turismo ofreciendo visitas en barca por los canales. Ahora apuesta más alto: emitir bonos o créditos de carbono azul, unos instrumentos financieros que ya se usan en otros países como Colombia. Consisten en que las empresas contaminantes compensen sus emisiones comprando bonos -cuyo valor fluctúa como si fueran acciones de bolsa- a quienes almacenan o secuestran los gases de efecto invernadero, léase, los “dueños” de los manglares.
Algunos en México consideran que este tipo de instrumentos no están todavía bien regulados y pueden conllevar fraudes y engaños, pero Loría discrepa. “Si la conservación no representa mejorar la calidad de vida de una comunidad, no funciona”.