Este texto no debía empezar así pero dejen que les presuma: me encuentro escribiendo esta columna en una clásica taberna de Málaga, bebiendo un magnífico vino tinto, acompañado de unas tapas. ¡Viva la Austeridad Republicana!
Lo interesante es que, aun cuando el ambiente del lugar es agresivamente ibérico (cabeza de toro en la pared, patas de cerdo colgando del techo, etcétera), la música de fondo se compone de boleros mexicanos, todos hablando del mismo desamor hiriente de algún desdichado.
¿Cuál es la importancia de esto? Pues que entre más caigo en la melancolía de las letras, más me percato de que en el fondo todas las canciones, irremediablemente, exploran un mismo tema: el olvido y la memoria.
Ah, compañero… ¡el olvido y la memoria! Dos conceptos de importancia mayúscula aunque, debido a las furiosas corrientes del caos cotidiano, olvidamos siempre hablar de ellos; excepto —quizá— cuando se trata de pensar en desamores envenenados como el de los boleros.
Durante años el tema de la memoria me ha cautivado. Consideren esto: nuestros recuerdos son prácticamente lo único que nos permite tener una narrativa coherente y cohesionada de nuestra vida. Es por medio de la remembranza de eventos que podemos crearnos una historia personal y, por consiguiente, un mínimo sentido de identidad.
Los recuerdos y la memoria son la única brújula que podemos utilizar para dar dirección a nuestra existencia; para lograr contarnos —y contarles a otros— de dónde venimos y quiénes somos en este momento. Si lo queremos resumir: somos lo que recordamos. O en un plan Cartesiano: “Recuerdo, luego existo”.
Humanos
Si todo esto es cautivador, más fascinante resulta saber que nuestra memoria (la tuya, la mía, la de todos) es —de hecho— la peor garante de confianza. Nuestros recuerdos no solo son cosas tergiversadas sino que podrían clasificarse como mentirosos, farsantes y embusteros.
Para el ciudadano común la memoria se presenta como carretes de celuloide perfectamente preservado que sacamos de un archivero para luego proyectar y revivir su contenido. ¡Oh, no! La realidad no podría ser más distinta.
De hecho, como explica Andre Fenton —neurocientífico de la Universidad de Nuevo York—, cada memoria que invocamos debe ser reconstruida desde cero, en un complejo proceso químico y eléctrico al interior de las marañas de nuestras neuronas.
En este proceso de reconstrucción toda clase de modificaciones suceden, cambiando gradualmente el recuerdo hasta que queda irreconocible y, por lo tanto, se convierte en un evento falseado.
¿Qué significa todo esto? ¡Una calamidad! Porque de seguir el hilo de consecuencias hasta su final, caemos en cuenta de que todo lo que recordamos muy probablemente es erróneo; que todas las historias que nos cuentan los amigos son una farsa, y que todas las memorias que dan sentido a nuestra esencia individual son ficciones.
Bien dice el inigualable Malcolm Gladwell en su podcast Revisionist History que el autoengaño del que somos víctimas con los errores de memoria es asombroso: desde no recordar si estuviste en un tiroteo con unos nazis (ver el caso de Larry Adler), hasta creer firmemente que el helicóptero donde volabas fue derribado por tropas de Saddam Hussein (ver el caso Brian Williams, error que le costó su chamba en NBC).
Al final la culpa no es nuestra: nuestro cerebro es por naturaleza falible (y engañable). Y contar una historia asombrosa sobre nuestro pasado como si fuera real no nos convierte en egotistas: nos hace simplemente humanos.
Y bien ¿a qué quería llegar con todo esto?
La verdad es que ya no me acuerdo.
¡Salud!