¿Cómo llegamos hasta aquí?

Desde luego que la pretensión de los siguientes párrafos es reflexionar en torno de la seriedad de la situación que se viene acumulando en el país desde hace varios años.

Javier Oliva Posada
Columnas
Sin vocación
Foto: Renata Avila / Creative Commons

Desde luego que la pretensión de los siguientes párrafos es reflexionar en torno de la seriedad de la situación que se viene acumulando en el país desde hace varios años: me parece que las explicaciones circunstanciales se han agotado.

Con preocupante frecuencia nos hemos acostumbrado a escuchar, leer o decir que “nunca había pasado”. Y así el deterioro en las condiciones generales de la paz pública que se acusa en varias partes de la República y las expresiones de violencia sorprenden en el extranjero, pero poco en México.

Desde hace varios años, con precisión: desde junio de 2008, cuando se aplica el programa México seguro, las acciones de las Fuerzas Armadas y la Policía Federal, de manera subrayada, han intentado contener y someter a la criminalidad.

De entonces a la fecha la creación de programas, elaboración de diagnósticos, firmas de convenios entre dependencias, designación de funcionarios, rotación de los mismos, aplicación de cuantiosos presupuestos y aún más no ha sido suficiente para rectificar de fondo la problemática que encierran la desigualdad y la debilidad estructural de la administración de la justicia. La persistencia desde sucesivos gobiernos en aplicar las mismas medidas, con sus respectivos matices, ha mostrado también una notable resistencia, y aun fortaleza, de prácticas sociales y burocráticas en general apegadas y tolerantes a la violación de las leyes y desentendimiento de la responsabilidad colectiva.

Estructural

La indescifrable cantidad de muertos es sin duda la más evidente expresión de esa debilidad estructural. No hay duda respecto de la buena voluntad de funcionarios públicos, locales y federales para hacer bien su trabajo. Pero entonces, ¿por qué no ha mejorado la situación?

Existen sobrados argumentos para avalar el compromiso de miles de militares que día con día, desde hace años, se dedican a garantizar la libertad de tránsito y la tranquilidad en amplias zonas del país. Pero entonces, ¿qué ha hecho falta para que la normalidad se recupere?

En el esquema de análisis persisten tres variables que seguir marginando o no considerando hará muy difícil modificar nuestra realidad en el corto plazo. La primera de ellas es la tolerancia social a las prácticas que fomentan la ilegalidad, discriminación e inmediatez. Practicar o dejar pasar los pequeños actos de corrupción o abuso cotidiano es el mejor aliciente para que en situaciones más complejas se les vea como algo “cultural”.

La segunda procede de ese mismo ambiente social, cuando en las áreas de gobierno, en sus distintas jurisdicciones de responsabilidad, los funcionarios no tienen disposición, vocación cívica ni patriotismo para asumir la seriedad de un trabajo que se define como el de “servidor público”.

La tercera y última de las variables tiene que ver con la reconocida debilidad, indisposición o ausencia de compromiso también de áreas clave del Poder Judicial en cuanto a la contención del crimen organizado. Aquí radica, si no el principal, uno de los más acuciantes problemas de los sistemas social y político mexicanos: la democracia como práctica cívica ya instalada en nuestro país no ha llegado a la administración de la justicia y es un asunto muy diferente a la aplicación de la ley.

Casos dramáticos como los de Iguala se suman a otros, como los de San Fernando y Ecatepec. Y en la ampliación de la lista se nos adormece la capacidad de sorpresa y también de respuesta.

La pendiente debe detenerse. Las opciones para hacerlo están a la vista.